12 de julio

Cuando empiezo a sentir el aura o cuando los ojos me molestan, tengo que encontrar un «punto cómodo», es decir, un punto que pueda mirar sin que las manchas me molesten tanto. A veces es una pared, ayer fue la telaraña en mi ventana. Si no puedo cerrar los ojos, me quedo viendo ese punto cómodo todo el rato, hasta que la molestia vuelve y tengo que encontrar otro de aquellos puntos.

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Ornitóptero, Fernando Zóbel

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19 de diciembre

Éste no es el inicio. Al menos, no es el inicio verdadero. Y es que siempre que escribo, hago lo que he llamado «falsos inicios». Pocas veces tengo claro cómo voy a empezar un texto, así que escribo lo que sea y, una vez que remonto el vuelo en la página, regreso al principio y lo deshago.

Entonces, en casi todos mis textos hay un palimpsesto al inicio. Es cierto que lo hay a lo largo del texto, pero está especialmente allí, pues al principio el texto parece un sueño, una nebulosa que no se sabe bien cómo ordenar, desde qué perspectiva contar o con qué tipo de recursos, pero luego, cuando consigo que el lápiz corra por la página y me siento libre como caballo, empiezo a descifrar «lo que pide» el texto (sí, como si fuera un ente autónomo) y es ahí cuando puedo regresar al inicio y hacer los ajustes necesarios (porque ya se sabe que lo que cuenta es la ilusión poética).

En este punto, ya he regresado al inicio para corregir mis errores. Sobre todo, eliminé varias repeticiones, un error de redacción que suelo cometer con frecuencia. Ahora, gracias a mis correcciones, espero que ustedes se sumerjan en este texto sin que les molesten repeticiones, verbos mal usados, preposiciones que no «combinan» con el verbo o esa falta de palabras que nos hace pensar «Aquí hace falta algo, pero no sé qué».

De nuevo me detengo para leer. Parece que ya he dicho todo lo que quería, si bien siento que este tema de la escritura y el proceso creativo da para mucho más, así que seguramente escribiré algunas entradas sobre eso en mi libreta.

Bien, ahora parece que necesito un cierre, algo que no deje al lector incompleto. Por supuesto que yo podría querer un cierre que deje en vilo a los lectores, y podría usar los consabidos puntos suspensivos… Pero en esta ocasión quiero un final cerrado, y para eso diré que justamente lo que me gusta de escribir es jugar. No tanto jugar con las palabras y el lenguaje (eso en realidad lo hago poco), sino jugar a correr detrás de las palabras, y también jugar a ser una bruja que echa todos sus ingredientes al caldero para preparar una pócima que encante a su víctima y la haga sentir enamorada, perdida, enojada, triste o todo eso a la vez. Yo quiero que mis textos sean igual de seductores que las pócimas de esa bruja, porque al final, yo escribo para encontrar a un lector y tenerlo justo donde quiero.

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4 de septiembre

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Lagos de Montebello, Chiapas

A veces odio a mi país. A veces me da pena, en el sentido de vergüenza y también en el sentido de tristeza. Pero hoy pensé que si fuera refugiada y estuviera lejos, lo que más me recordaría a México sería el olor a tomate y cebolla picados. Después pensé, con tristeza, que no todas las especies de tomates y cebollas huelen igual, y que sólo en México el tomate y la cebolla huelen así de colorido y jugoso.

¿Será por la tierra?

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26 de agosto

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Foto: fragmento de los jardines italianos, Kensington Gardens, Londres

Hace poco terminé El océano al final del camino, de Neil Gaiman, Me pareció un libro estupendo, casi una obra maestra. Me hizo pensar en la libertad de escribir, la que siento (y sentía especialmente cuando era niña) al llenar la página con lo que se me ocurriera, y nada importaba, sólo escribir y escribir todo lo que imaginaba. ¿Quería un oso-mariposa? Pues lo inventaba en la página. ¿Una comida extraña llamada gatirro? También podía escribir sobre eso.

Al mismo tiempo, sentí que el libro era un lugar segur, como el círculo de las hadas que aparece en la historia. Es como en los juegos infantiles, donde había una «base» que protegía a quien la tocara, y así, uno no podía ser encantado o quemado.

En ese sentido, también recordé una canción muy antigua que me cantaban mi mamá y mi abuelita (que, por cierto, quién sabe de dónde habrán sacado) que dice «vení, vení, no te quedés, agarrá tu sombra, vení, vení…»

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Escribir, por ejemplo: «Visiten todos los cuartos en el orden que quieran». Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas

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El libro Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas, coordinado por Kirén Miret, con textos de Luigi Amara, Mónica Brozon, Alberto Chimal, Martha Riva Palacio, Toño Malpica, entre otros, es, por así decirlo, multitextual. En él están contenidos no sólo textos literarios (relatos cortos y poemas, pero también prosa poética) sino también textos breves que presentan datos curiosos sobre, por ejemplo, los pulpos, las camas, las ampollas, el papel picado o las adicciones. A partir de esos textos, los autores invitados producen una ficción o un poema breve. Además, el libro está dividido en diez secciones: «Mira qué curioso», «¡Uórale!», «El cuerpo», «Guácala», «Bichos y animales», «Juegos y juguetes», «Grandes inventos», «Comida», «Costumbres y tradiciones» y «Temas escabrosos».

Pero, aparte de todo eso (y es aquí donde el libro se vuelve multitextual), se incluye un CD de audio con cápsulas curiosas transmitidas en el noticiario de Carmen Aristegui y unas ilustraciones bellísimas de Jazmín Velasco. En ese sentido, lo que leemos en Arañas, pesadillas y lagañas… no son sólo los textos, sino también el CD y las ilustraciones.

Por lo anterior, creo que Arañas… es, más que un libro, un proyecto. Y es un proyecto bastante ambicioso, pues, al involucrar muchos textos y tipos de textos, se involucran también muchas personas. Quizá es precisamente por eso que el libro (quiero decir, los libros y las ilustraciones) decaen por momentos. Sin embargo, intuyo que eso es natural: los autores invitados escribieron más de un texto, de temas diferentes, exclusivamente para ese libro (con la excepción de Toño Malpica, Martha Riva Palacio y Armando Vega-Gil, quienes escribieron, respectivamente, un solo texto). Así, no todos los cuentos de, por ejemplo, Mónica Brozon, sorprenden o son igual de ingeniosos: «La mina», una minificción de 33 mineros que se quedan atrapados bajo tierra, da cuenta de la sensibilidad y la forma en que un niño pequeño vive el trauma de tener a un familiar (su tío) atrapado dentro de una mina. Sorprende la habilidad de Brozon para narrar, en tan poco espacio, la evolución de los sentimientos de Arturo, el protagonista (al principio optimismo y, al final, franca tristeza). En cambio, «Las posibilidades de una panza», un diálogo en que dos niños discuten sobre la panza de embarazo de su mamá, cae en lugares comunes, como que la mamá «se tragó un balón de basquetbol» o que «los niños vienen de París y los traen las cigüeñas» (Brozon, 61), etc. Pienso que los lugares comunes matan la creatividad de ése y de cualquier otra narración. Así, «Las posibilidades de una panza» se siente como si hubiera sido escrito a prisa y sólo para cumplir con el encargo.

Pero ese decaimiento está presente, creo yo, en la mayoría de los autores. Compárese, por ejemplo, «El niño de sebo» con «No olvide cerrar bien su puerta», de Andrés Acosta, donde el primer cuento supera en ingenio, humor y sorpresa al segundo. O revísense, también, los cuentos de Alberto Chimal: en la gran mayoría, el autor repite una fórmula, la de «darle la vuelta» a situaciones o historias conocidas por todos: una araña decide escribir un cómic acerca de una araña que se vuelve humana y adquiere «poderes humanos» («Una gran idea»); una familia que vive en la Atlántida y «vuela» a bordo de un submarino («Abuela»); o bien, el hundimiento del Titanic visto desde la perspectiva de unos extraterrestres («Las preguntas»).

Sucede algo parecido con las ilustraciones. A veces, éstas muestran un sentido «alternativo» de los textos que acompañan (es decir, un sentido metafórico), pero, a veces, muestran uno literal, es decir, inútil. Por ejemplo, la ilustración que acompaña el texto «Zanahorias» es, precisamente, la de unas zanahorias. Por otro lado, el texto «Dientes de leche» muestra a un par de mineros excavando la boca de algún niño para llevarse los dientes de leche en una carreta. Esa imagen es una metáfora, otra forma de entender los dientes de leche; y, en la medida en que es una metáfora, puede, también, ser entendida como un texto.

Más arriba mencioné que el decaimiento de textos e ilustraciones me parecía natural. Lo creo así porque el escribir más de un cuento o poema sobre temas diversos (temas que, quizá, no fueron elegidos por los autores, sino que les fueron asignados ya sea personalmente o por azar) debe resultar cansado, pues en algún punto debieron sentirse, intuyo, sin ideas. Por eso muchos minicuentos se refugiaron en el lugar común. Lo mismo pasa con las ilustraciones.

Imagino que ése es el riesgo, difícil de prever, de un proyecto como Arañas, pesadillas y lagañas… Pienso también que el cansancio y la falta de ideas de los autores está propiciada por la poca libertad que les deja desarrollar un tema ya sugerido por alguien más. Probablemente, si el tema o la instrucción hubiera sido más general (por ejemplo, «escribe sobre un tema escabroso»), habrían resultado textos escritos con mucha más sensibilidad, pues el autor estaría hablando de algo que realmente le interesa. Pero es importante señalar que sólo estoy especulando: realmente no sé cómo se hizo o se coordinó el libro.

Vale la pena detenerse en los «Temas escabrosos». En una entrevista, Kirén Miret declaró que le gustaba «escandalizar» a los adultos, es decir, a los padres de los niños lectores. Sin embargo, yo me pregunto hasta qué punto los cuentos y poemas sobre temas escabrosos escandalizan o son censurados. Me lo pregunto porque la mayoría de ellos («Un helado», de Óscar Martínez Vélez, sobre el divorcio; «Aquí caben todos», de Toño Malpica, sobre las familias; «Diario de Alejandro», de Gabriela Damián Miravete, sobre la homofobia; «Gordo», de Andrés Acosta, sobre la obesidad), parecen ser complacientes. Parecen decirle al (niño) lector «De acuerdo, este es un tema oscuro, difícil e incómodo, sobre todo para un niño como tú, pero ¡mira! Hay posibilidades de que todo cambie para bien y la vida sea color de rosa de nuevo».

Muchos críticos y teóricos de la literatura infantil, como Maria Nikolajeva, hablan de la «falacia de la identificación»: no siempre debe buscarse que los niños se identifiquen con el protagonista o con algún personaje del libro que leen, pues eso puede atrofiar su capacidad crítica. Mientras más lejano sea el mundo que se les presente a los niños, más fácil será para ellos imaginar y posicionarse críticamente ante eso «otro» extraño.

Justamente, los cuentos que he mencionado parecen apelar a la identificación y a una resolución positiva, como diciendo que los temas que tocan no son tan escabrosos como parecen. Por ejemplo, en «Un helado», el divorcio es abordado como un trauma pasajero: después de «uno o dos años» (Martínez Vélez, 161), todo el dolor se olvida y los padres del niño narrador vuelven a ser amigos después de la separación. Pero, ¿no valdría la pena escribir desde el dolor provocado por un evento así? Creo que es importante decir, por ejemplo, que uno no siempre quiere «dos casas, dos recámaras, dos fiestas de cumpleaños…» (Martínez Vélez, 161), sino una sola versión de todo. También debe de ser difícil ya no tener los días felices en los que mamá y papá se querían, al igual que verlos con una nueva pareja. Y más importante sería decir que el trauma puede no superarse en «uno o dos años», sino en mucho más tiempo, o, incluso, puede no ser superado. Max, protagonista de Where The Wild Things Are estaba consciente de todo eso y no ocultaba su rabia. En cambio, el narrador de «Un helado» silencia e incluso olvida sus propios sentimientos. Sólo al principio menciona que «estaba harto» (Martínez Vélez, 161).

Considero que hablar de temas «difíciles» de manera sincera pero, sobre todo, sensible, puede contribuir a estimular el espíritu crítico de un niño. Abordar esos temas de esa forma es aceptar que hay cosas oscuras, difíciles y, hasta cierto punto, incomprensibles, y que hay que hablar de ellas.

Me parece que un cuento que no niega lo oscuro del tema y que, además, lo trata de una forma adecuada (la autora echa mano de un bellísimo lenguaje poético) es «Niña cuerpo de cometa», de Martha Riva Palacio, minificción sobre el maltrato infantil; específicamente, el abuso sexual. Es fácil ver que Riva Palacio acepta el carácter de tabú que tiene el abuso sexual infantil (quizá por eso opta por la prosa poética). Reconoce, también, la magnitud del trauma: la protagonista, Elisa, es incapaz de nombrar al abusador. Por eso, recurre al apodo «el hombre de la coladera» (Riva Palacio, 169). Asimismo, a partir del abuso, la relación con su cuerpo cambia: «A los nueve años, Elisa tenía dos cuerpos: uno de imán, que no le gustaba porque el hombre de la coladera siempre lo dejaba con motas tornasoladas en una esquina, y otro de papel de china e hilo, que sacaba por la ventana en las noches de viento morado» (Riva Palacio, 169).

Todos los elementos de «Niña cuerpo de cometa» apuntan a la misma dirección: la de hablar francamente del abuso sexual infantil y la de reconocer su dificultad en toda su magnitud. En mi opinión, un cuento como el de Riva Palacio podría resultarle mucho más estimulante a los (niños) lectores que «Un helado», de Óscar Martínez Vélez.

A reserva de que los lectores de esta reseña tomen la decisión de leer o no Arañas, pesadillas y lagañas… yo recomiendo el libro. A pesar del decaimiento que mencioné y de otras cosas que pudieran leerse como críticas negativas, creo que el público no puede perderse la experiencia de leer minificciones y poemas deliciosos, datos curiosos sorprendentes, ilustraciones muy bellas y, también, de escuchar las cápsulas radiofónicas incluidas en el CD. En ese sentido, Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas abre un camino, una nueva forma de escribir, hacer y leer libros infantiles.

Kirén Miret (coord.)

Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas

Editorial SM, 2013

179 pp.

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¿Quién teme al lobo feroz?

La migraña actúa como mis peores pensamientos. No se manifiestan (migraña y pensamientos) de forma absoluta, sino que permanecen ocultos en la sombra, detrás de un árbol. Y Caperucita trata de engañarse, de pensar que el lobo no está ahí acechándola. Quizá Caperucita intuye un par de finos bigotes, una pata, un gruñido. ¿Qué fue eso? ¿El sonido del aire moviendo unas húmedas y frías fosas nasales? ¿O tan sólo la brisa entre las hojas de los árboles?

De igual forma, ¿qué es esa mancha oscura que vi hace un segundo fugaz? Centro la mirada para asegurarme de que no es el aura del dolor, o el aura del aura… Desde que apareció la migraña no he vuelto a confiar en mis sentidos.

Si fuera más vieja, o si ya hubiera estado en peligro de muerte, pensaría que la migraña es un recordatorio de la mortalidad. Porque se manifiesta de manera total y, aparentemente, sin razón. Igual que el lobo de Caperucita, quien está preparado para saltar, ¿y quién sabe por qué? ¿Cómo comprender las razones de ese «otro» feroz? Pero no aparece sin avisar —el aviso es esa aura alucinante. Y luego sobreviene el que quizá es el más terrible de los anuncios, el vómito. El vómito que, con quemazón, me recuerda que los seres vivos somos seres abyectos, débiles e instintivos que responden a una señal del cerebro: liberar presión del cuerpo para aliviar un poco el dolor y, en última instancia, sobrevivir. Sí, el vómito me recuerda que incluso las mentes más complejas, las que han escrito «My hands are of your colour, but I am ashamed to wear a heart so white», responden a algo tan simple como una náusea.

Juan José Arreola —escritor neurótico y por lo tanto sensible si los hay— le contaba a Fernando del Paso la angustia que sufrió en su viaje en barco de Nueva York a París. Angustia que, hay que decirlo, no lo abandonó en París e incluso lo obligó a regresar a México. El pobre Arreola se pasó todo el viaje en estado de pánico, amarrado a su pequeña litera, con náuseas y mareos y alimentándose sólo de unas galletas que había comprado antes del viaje. Su único remedio —quizá el único posible cuando se está a merced de la ansiedad— era repetirse «Te aguantas, te callas y te mueres». Asiéndose a este pensamiento obsesivo, Arreola pudo, supongo, sobreponerse a la ansiedad, que no hace más que jugar con uno, hacernos volátiles, revolcarnos por aire y suelo dando tumbos entre un pensamiento fatal y una sensación corporal, también funesta. Pero Arreola no sólo tomó esos pensamientos como tabla salvavidas, sino que también echó mano de la escritura. Así, sus delirios tomaron corporeidad en sus mejores páginas, como cuando describe el nerviosismo y la caída en el abismo que le produce la separación. Pero, ¿por qué ese delirio súbito, esa caída en el monólogo interior, si de todas maneras ella era de piedra? Por la sensibilidad. Porque —intuyo— la neurosis y la ansiedad causadas por la migraña están muy cerca de la sensibilidad. Tal vez ésta produce aquéllas, o al revés. Pero es una sensibilidad de dos caras, porque nos acerca y nos aleja del mundo. Nos acerca porque ser sensible significa pensar en el otro y conmoverse por él. Pero también significa tenerle fobia a la luz, al ruido y al exterior. Significa apagar el mundo, poner una pausa, tenderse y dejar que los pensamientos fluyan como las olas. Esas mismas olas arribarán luego a una playa donde compondrán, alineadas, en orden y con un propósito, un poema.

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Escribir, por ejemplo: «Morir será una aventura formidable». Peter Pan

Hace unos meses leí Peter Pan. Confieso que me habría encantado leerlo cuando niña, quizá por el registro poético (que, necesariamente, adquiere otros matices en la infancia) o para pasar por alto ciertos detalles moralistas o de género considerados normales en la época victoriana pero que, en el siglo XXI, escandalizan. ¿Por qué Wendy no puede ser un pirata? ¿Y por qué ser tan tajante en la distinción entre el bien y el mal?

Sin embargo, leer Peter Pan a los 21 años (hay que decir que, de acuerdo con Ana Belén Ramos, traductora, editora y prologuista de la edición de Peter Pan en Cátedra, no se trata de un libro infantil, como se lo ha catalogado, sino de un libro «inclasificable») me permitió ver la historia y el mundo de Nunca Jamás con una visión «mitad adulta-mitad infantil», una visión equivalente, quizá, a la que propone Vladimir Nabokov: leer manteniendo un equilibrio perfecto entre la cabeza (es decir, lo adulto) y el corazón (es decir, lo infantil).

El lado infantil se regocijó, sobre todo, con la poesía y el narrador de Peter Pan. Creo que muy pocos libros considerados socialmente como «infantiles» echan mano de recursos poéticos, más allá de metáforas evidentes. Pero James Matthew Barrie no vacila en hablar de cuestiones profundas en un lenguaje sutilmente poético, como cuando describe los «países de Nunca Jamás» de los niños:

Claro está que los países de Nunca Jamás varían mucho entre sí. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamencos que volaban sobre ella, y John pasaba el tiempo disparándoles, mientras que Michael, que era muy pequeño, tenía un flamenco con lagunas volando sobre él. John vivía en un bote vuelto del revés en la playa, Michael en un tipi, Wendy en una casa de hojas muy bien cosidas. […] pero en general, los países de Nunca Jamás poseían un aire familiar, y puestos en fila se podría decir de ellos que tenían la misma nariz y ese tipo de cosas. En esas mágicas orillas los niños varan siempre sus coracles para ir a jugar. Todos hemos estado ahí, y todavía podemos escuchar el romper de sus olas, aunque ya nunca volveremos a pisar su tierra.

Aunque la idea subyacente se comprende mejor si uno es adulto (pues es cuando ya se ha comprobado que la infancia no volverá), creo que los niños pueden intuir algunas certezas en la descripción de Nunca Jamás. Esto quizá porque el mismo Barrie intuye la naturaleza del idílico país imaginario y de la infancia misma. Esto, por otra parte, hace que esa etapa de la vida sea definida por Barrie y por los niños lectores casi de la misma manera: como un lugar fantástico, absurdo y absolutamente feliz. Hay una consecuencia a esta identificación, y es algo que me ocurría como niña lectora: el saltar y decir, o pensar: «¡Claro! Esto es exactamente lo que me ocurre, ¿por qué no lo había nombrado antes?»

El narrador, por su parte, sabe cómo contar una historia. Se ve claramente con las reflexiones «en voz alta» que hay a lo largo de la novela y que le agregan un matiz humorístico:

El extraordinario final de esta aventura fue… Un momento, no hemos decidido todavía si esta es la aventura que vamos a narrar.

¿Cuál de estas aventuras deberíamos elegir? Lo mejor será echar una moneda al aire.

Ya la he lanzado y ha ganado [la historia de] la laguna. Y esto casi le hace a uno desear que hubiera ganado el barranco o la hoja de Tintín. Claro que podría probar de nuevo al mejor de tres, aunque quizá lo más justo sea seguir con la laguna.

Estas reflexiones se sienten como si la historia de Peter, Wendy y los niños perdidos se contara de forma oral. Creo que ese recurso garantiza el éxito de cualquier narración leída por el público infantil (sea éste su destinatario «original») o no, pues apela a una costumbre primitiva: el de contar historias de mundos mágicos, hadas y fantasmas alrededor del fuego. Este recurso, más la poesía que hay en Peter Pan, me parecen herramientas juguetonas y creo que son, a su vez, un homenaje a la libertad creativa y narrativa. Personalmente, creo que ésa es una de las virtudes de la literatura y de la infancia: la capacidad de crear mundos alternos (y fantásticos y absurdos) al mundo real.

Mi lado adulto, por su parte, fue el que encontró algunos «subtextos» que me causaron cierta incomodidad. El primero pertenece a la cuestión de género que ya adelantaba: ¿por qué Wendy no puede ser un pirata? ¿Y por qué, en los juegos de Peter y los niños perdidos, Wendy tiene que ser «la madre»? Se me dirá, y con razón, que se debe al rol «natural» y «propio» de las mujeres en la época victoriana, época en la que se publicó Peter Pan. Sin embargo, creo que ese hecho limita un poco la libertad infantil de la que acabo de hablar, pues, ¿acaso no es posible imaginar un mundo «no-adulto» en los juegos de los niños? Es decir, si Peter, Wendy, John, Michael y los otros niños se encuentran en Nunca Jamás, un mundo lleno de posibilidades, ¿por qué tienen que elegir jugar a ser personas del mundo «real» y recrear una situación familiar muy parecida a la suya propia?

El segundo subtexto es el de la moralidad: los niños malos deben ser castigados. Así lo sugiere el narrador de la novela cuando señala que Wendy y sus hermanos deberían esperar un buen regaño debido a su ausencia en lugar de caras felices por su regreso. Creo que este asunto de la moralidad coarta aún más la libertad de los niños, pues se intuye que no tienen «el derecho» de gozar y divertirse en Nunca Jamás sin ser castigados. Aunque, por otro lado, creo que es bueno recordar el sufrimiento y el dolor incluso en el país de Peter Pan.

He hablado de aspectos muy generales que caen en las categorías (también muy generales) del mundo «adulto» y del mundo «infantil», pero hay otro aspecto de Peter Pan que se encuentra en ambos mundos. Se trata de lo sombrío. Menciono lo sombrío porque, mientras leía la novela, no podía evitar pensar en Nunca Jamás como en el «más allá»: los niños llegan volando a ese paraíso de lagos, islas, piratas y sirenas; sus madres mantienen la ventana abierta con la esperanza de que regresen, aunque después de un tiempo se resignan, la cierran e incluso tienen otros hijos, lo que equivaldría a un proceso de duelo. Por último, Peter Pan, rey de Nunca Jamás, no crece: se queda estático, tan inmóvil como la muerte.

Sin embargo, lo terrorífico está también en el carácter idílico y de completa felicidad de Nunca Jamás. Ese estado es tan absoluto que se podría pensar en el hogar de Peter como en una Arcadia. Al estar ahí, los niños no se preocupan por nada, ni siquiera por conseguir comida: basta con imaginarla para llenarse el estómago. Creo que ahí radica lo sombrío, porque un estado de permanente felicidad parece ilusorio. Un oasis que, se intuye, desaparecerá al tocarlo.

En Peter Pan en los jardines de Kensington se habla, directa y claramente, de la muerte. Al final de dicha narración se cuenta que Peter construía lápidas para los niños que caían de sus carriolas y morían de frío en los jardines de Kensington sin que nadie se diera cuenta. Por cuestiones de sutileza, Peter construía dos lápidas para cada niño, para que se vieran menos solas. Hay que señalar que Kensington es, al igual que Nunca Jamás, una Arcadia poblada por hadas, pero también con un toque sombrío: incluso en esos lugares habita la muerte.

En Arcadia, en los jardines de Kensington, en Nunca Jamás, pero también en la infancia y en la adultez habita la muerte. Es mentira que todo es color de rosa mientras somos niños, así como es mentira que las sombras de la infancia se desvanecen con el paso del tiempo. La muerte, el sufrimiento y el dolor habitan incluso en nuestro muy personal Nunca Jamás, y a veces son mucho más terribles que el Capitán Garfio. Pero quizá sea mucho más sombrío el hecho de que, si decidimos irnos de Nunca Jamás y crecer, las sombras se irán con nosotros y crecerán a nuestro ritmo y medida. Y así iremos creciendo y creciendo hasta desdibujarnos y lograr que Peter Pan ya no nos reconozca.

J.M. Barrie

Peter Pan. Incluye: Peter y Wendy; Peter Pan o el niño que no quería crecer; Cuando Wendy creció. Un apunte de última hora; Peter Pan en los jardines de Kensington Anexo. Los niños náufragos

Cátedra, 2011

468 pp.

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Escribir, por ejemplo: Maten al león

Como dice la solapa de Maten al león, la novela de la dictadura constituye un subgénero de la narrativa hispanoamericana, y Maten al león se inserta en ese subgénero como una parodia y una comedia de la dictadura. Leído así, pareciera que la única innovación de ese texto es la introducción del humor en la novela de la dictadura. En efecto, hay humor e ironía, características clásicas de Jorge Ibargüengoitia, pero también hay sátira (de cualquier dictadura de cualquier país latinoamericano) y humor bastante grotesco, como el de la escena donde se representa la independencia de la isla de Arepa: el «Niño Héroe», el Gordo, el dictador, el león, Manuel Belaunzarán, se lanza al mar en calzones y con el machete entre los dientes, grita su frase célebre y libertaria «¡Voy por la gloria, el que la quiera, que me siga!» Al llegar a su destino, el fuerte del Pedernal, una muchacha vestida de «Patria» (¿cómo será el disfraz de Patria?) corona al león de laureles.

Sin embargo, hay gente en Arepa que no está contenta con la dictadura del león, y deciden, no derrocarlo, sino matarlo «por el bien de la patria». Así, forman una conspiración y llevan a cabo varios intentos de magnicidio (que no de «asesinato»). A lo largo de esos intentos, y a medida que avanza la historia, el lector se da cuenta que los conspiradores no intentan matar al león por una idea de «amor a la patria» o de nacionalismo. Cada uno tiene intereses personales, pero lo más interesante es que no se trata siempre de dinero, sino de simple reconocimiento social. Es el caso de Pereira, por ejemplo, quien no busca nada más que foguearse con la gente rica de Arepa para sentirse importante y útil. O como el autor intelectual del magnicidio, quien, hacia el final de la novela, confiesa no recordar por qué «se metió» con el león en un principio. Después de eso, emprende la retirada, de Arepa y de la misión de matar al león. Evidentemente, Cussirat, el contrincante del león y quien tuvo la idea de llevar a cabo el magnicidio, no tenía principios ni una idea de patria que defender. De otra forma, habría seguido luchando para cambiar las condiciones de vida de los habitantes de Arepa. Pero sólo contaba con sus propios y efímeros intereses.

Creo que Jorge Ibargüengoitia es un escritor que va mejorando poco a poco (como casi cualquier escritor): Los relámpagos de agosto y Maten al león, que son anteriores a Dos crímenes, me parecen menos acabadas que ésta. En Dos crímenes no quedan «cabos sueltos»: lo que sucede al principio se concreta en la última página. No hay acciones ni personajes que sobren, y tampoco hay incongruencias.

No quiero decir que Maten al león esté completamente inacabada, pero hubo escenas que no me parecieron del todo lógicas. Sobre todo la escena en donde Cussirat le dispara al león seis veces en el estómago y éste no se cae y la sangre no sale de su cuerpo. ¿Cómo Cussirat, un hombre que vive en Nueva York, que es piloto, que llega en avión a Arepa, no iba a saber o a suponer que Belaunzarán usaría un chaleco antibalas? Y, si su verdadera intención era matar al león (y podemos suponer que ésa era su intención, pues no se amedrenta al ver que la caravana del león se conforma por tres coches en lugar de los dos que suponía), ¿por qué no le disparó en la cabeza? Todo ese pasaje parece ser un accidente narrativo para propiciar lo que sucede al final de la novela.

¿Por qué leer Maten al león? Leer a Jorge Ibargüengoitia significa divertirse: divertirse con un narrador que se burla de sus personajes, y reírse también de las escenas grotescas.

El tema de la dictadura es un clásico en la narrativa hispanoamericana, y además (tristemente) es muy actual. También es muy actual el concepto vacío de «Patria», donde ésta se reduce a una muchacha cualquiera que se limita a coronar al león. Es un concepto que, de tan gastado, se vuelve vacío.

De la mano de lo anterior están los personajes y sus principios móviles y endebles, que no buscan otra cosa que no sea su propio beneficio. Tristemente, eso también es muy actual y muy propio de la clase política de casi cualquier país.

Maten al león es irónica, pero al mismo tiempo verdadera: la «Patria» es un sentimiento y una idea vacía que todos, en la novela, usan como pretexto para realizar intereses propios disfrazados de beneficios sociales. Lo verdadero está en que esa situación se extiende a la realidad del nacionalismo falso como el propio del futbol cada vez que hay una Copa Mundial.

Jorge Ibargüengoitia, Maten al león
Joaquín Mortiz, 1994.

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Toc, toc, toc

Las siglas de Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) me parecen muy ilustrativas. Si se repiten («toc, toc, toc»), el sonido expresa claramente las repeticiones, obsesiones y compulsiones del enfermo. Toc, le tengo miedo a la muerte, toc, evito nombrarla, toc, le tengo miedo a la muerte, toc, evito nombrarla, toc, le tengo miedo a la muerte, toc, evito nombrarla, toc… toc… toc.

Podcast sobre el TOC aquí.

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Mi alma gemela

Hace unas semanas hice un quiz para saber qué autor clásico era mi alma gemela. Yo no sé qué es un alma gemela (es decir, no sabría cómo definirla), pero quien hizo el quiz piensa que es alguien con quien compartes gustos y rasgos de personalidad.

Al terminar, mi resultado fue Langston Hughes, un autor desconocido para mí. El quiz decía que era mi alma gemela porque ambos éramos «elegantes», «de buen gusto» y otras cosas que ya no recuerdo. Como no conocía al autor, lo busqué en internet y me sentí identificada con él en cosas más profundas que el ser «elegante» y «de buen gusto».

Langston Hughes nació en Missouri, Estados Unidos, en 1902 y fue, en palabras de Harold Bloom, «el poeta más importante de la América negra» (porque Hughes, hay que decirlo, era negro. O afroamericano, para los más sensibles). Tuvo una infancia turbulenta debido al divorcio de sus padres, lo que lo obligó a viajar a México en 1919 para vivir con su padre un tiempo. Sin embargo, esa época no fue la más feliz para Hughes; tanto, que el autor pensó en el suicidio.

Pero lo que más me interesó de la vida de Hughes son dos cosas: si bien él estaba orgulloso de sus raíces negras (en parte por las leyendas que le contaba su abuela), se sentía fascinado por la cultura hispanoamericana y española. Tanto, que aprendió español y se hizo amigo de Salvador Novo, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, y de los pintores Orozco, Siqueiros y Rivera. En una estancia de Hughes en España, el poeta realizó crónicas sobre la Guerra civil y escribió «Song of Spain».

Quizá el quiz tenía razón sobre la naturaleza de las almas gemelas porque yo, al igual que Hughes, me siento fascinada por otras culturas, y éstas son, precisamente (y principalmente), las de lengua inglesa. Por supuesto, no niego mis raíces, pero siento un cariño especial por la literatura inglesa y estadounidense (en traducción, porque, eso sí, amo mi lengua… Aunque me gusta mucho la poesía escrita en inglés).

Después de maravillarme con la vida de Hughes, de buscar algunos poemas (y de sorprenderme porque los había traducido Borges), de emocionarme al leer que también tenía obra autobiográfica y de ficción y de desilusionarme porque, al parecer, sólo hay traducciones de esta obra al español en editoriales españolas y argentinas, después de todo eso, digo, me puse a pensar cómo sería si fuera real. ¿Cómo sería una relación con mi alma gemela Langston Hughes?

Creo que, al principio, disfrutaríamos nuestro rasgo de personalidad en común: el sentirnos atraídos hacia otras culturas. Sin embargo, creo que después se volvería monótono: él está atraído por y hacia la cultura mexicana, que para mí es familiar, mientras que a mí me atrae la cultura anglosajona, en donde él nació y murió (en Nueva York, 1967).

Parece que mi alma gemela y yo nos parecemos tanto que chocamos, nos volvemos contrarios y, luego, estamos muy lejos el uno del otro.

I too

I, too, sing America.

 

I am the darker brother.

They send me to eat in the kitchen

When company comes,

But I laugh,

And eat well,

And grow strong.

 

Tomorrow,

I’ll be at the table

When company comes.

Nobody’ll dare

Say to me,

«Eat in the kitchen»,

Then.

 

Besides,

They’ll see how beautiful I am

And be ashamed.

 

I, too, am America.

Langston Hughes.

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