Escribir, por ejemplo: «Visiten todos los cuartos en el orden que quieran». Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas

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El libro Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas, coordinado por Kirén Miret, con textos de Luigi Amara, Mónica Brozon, Alberto Chimal, Martha Riva Palacio, Toño Malpica, entre otros, es, por así decirlo, multitextual. En él están contenidos no sólo textos literarios (relatos cortos y poemas, pero también prosa poética) sino también textos breves que presentan datos curiosos sobre, por ejemplo, los pulpos, las camas, las ampollas, el papel picado o las adicciones. A partir de esos textos, los autores invitados producen una ficción o un poema breve. Además, el libro está dividido en diez secciones: «Mira qué curioso», «¡Uórale!», «El cuerpo», «Guácala», «Bichos y animales», «Juegos y juguetes», «Grandes inventos», «Comida», «Costumbres y tradiciones» y «Temas escabrosos».

Pero, aparte de todo eso (y es aquí donde el libro se vuelve multitextual), se incluye un CD de audio con cápsulas curiosas transmitidas en el noticiario de Carmen Aristegui y unas ilustraciones bellísimas de Jazmín Velasco. En ese sentido, lo que leemos en Arañas, pesadillas y lagañas… no son sólo los textos, sino también el CD y las ilustraciones.

Por lo anterior, creo que Arañas… es, más que un libro, un proyecto. Y es un proyecto bastante ambicioso, pues, al involucrar muchos textos y tipos de textos, se involucran también muchas personas. Quizá es precisamente por eso que el libro (quiero decir, los libros y las ilustraciones) decaen por momentos. Sin embargo, intuyo que eso es natural: los autores invitados escribieron más de un texto, de temas diferentes, exclusivamente para ese libro (con la excepción de Toño Malpica, Martha Riva Palacio y Armando Vega-Gil, quienes escribieron, respectivamente, un solo texto). Así, no todos los cuentos de, por ejemplo, Mónica Brozon, sorprenden o son igual de ingeniosos: «La mina», una minificción de 33 mineros que se quedan atrapados bajo tierra, da cuenta de la sensibilidad y la forma en que un niño pequeño vive el trauma de tener a un familiar (su tío) atrapado dentro de una mina. Sorprende la habilidad de Brozon para narrar, en tan poco espacio, la evolución de los sentimientos de Arturo, el protagonista (al principio optimismo y, al final, franca tristeza). En cambio, «Las posibilidades de una panza», un diálogo en que dos niños discuten sobre la panza de embarazo de su mamá, cae en lugares comunes, como que la mamá «se tragó un balón de basquetbol» o que «los niños vienen de París y los traen las cigüeñas» (Brozon, 61), etc. Pienso que los lugares comunes matan la creatividad de ése y de cualquier otra narración. Así, «Las posibilidades de una panza» se siente como si hubiera sido escrito a prisa y sólo para cumplir con el encargo.

Pero ese decaimiento está presente, creo yo, en la mayoría de los autores. Compárese, por ejemplo, «El niño de sebo» con «No olvide cerrar bien su puerta», de Andrés Acosta, donde el primer cuento supera en ingenio, humor y sorpresa al segundo. O revísense, también, los cuentos de Alberto Chimal: en la gran mayoría, el autor repite una fórmula, la de «darle la vuelta» a situaciones o historias conocidas por todos: una araña decide escribir un cómic acerca de una araña que se vuelve humana y adquiere «poderes humanos» («Una gran idea»); una familia que vive en la Atlántida y «vuela» a bordo de un submarino («Abuela»); o bien, el hundimiento del Titanic visto desde la perspectiva de unos extraterrestres («Las preguntas»).

Sucede algo parecido con las ilustraciones. A veces, éstas muestran un sentido «alternativo» de los textos que acompañan (es decir, un sentido metafórico), pero, a veces, muestran uno literal, es decir, inútil. Por ejemplo, la ilustración que acompaña el texto «Zanahorias» es, precisamente, la de unas zanahorias. Por otro lado, el texto «Dientes de leche» muestra a un par de mineros excavando la boca de algún niño para llevarse los dientes de leche en una carreta. Esa imagen es una metáfora, otra forma de entender los dientes de leche; y, en la medida en que es una metáfora, puede, también, ser entendida como un texto.

Más arriba mencioné que el decaimiento de textos e ilustraciones me parecía natural. Lo creo así porque el escribir más de un cuento o poema sobre temas diversos (temas que, quizá, no fueron elegidos por los autores, sino que les fueron asignados ya sea personalmente o por azar) debe resultar cansado, pues en algún punto debieron sentirse, intuyo, sin ideas. Por eso muchos minicuentos se refugiaron en el lugar común. Lo mismo pasa con las ilustraciones.

Imagino que ése es el riesgo, difícil de prever, de un proyecto como Arañas, pesadillas y lagañas… Pienso también que el cansancio y la falta de ideas de los autores está propiciada por la poca libertad que les deja desarrollar un tema ya sugerido por alguien más. Probablemente, si el tema o la instrucción hubiera sido más general (por ejemplo, «escribe sobre un tema escabroso»), habrían resultado textos escritos con mucha más sensibilidad, pues el autor estaría hablando de algo que realmente le interesa. Pero es importante señalar que sólo estoy especulando: realmente no sé cómo se hizo o se coordinó el libro.

Vale la pena detenerse en los «Temas escabrosos». En una entrevista, Kirén Miret declaró que le gustaba «escandalizar» a los adultos, es decir, a los padres de los niños lectores. Sin embargo, yo me pregunto hasta qué punto los cuentos y poemas sobre temas escabrosos escandalizan o son censurados. Me lo pregunto porque la mayoría de ellos («Un helado», de Óscar Martínez Vélez, sobre el divorcio; «Aquí caben todos», de Toño Malpica, sobre las familias; «Diario de Alejandro», de Gabriela Damián Miravete, sobre la homofobia; «Gordo», de Andrés Acosta, sobre la obesidad), parecen ser complacientes. Parecen decirle al (niño) lector «De acuerdo, este es un tema oscuro, difícil e incómodo, sobre todo para un niño como tú, pero ¡mira! Hay posibilidades de que todo cambie para bien y la vida sea color de rosa de nuevo».

Muchos críticos y teóricos de la literatura infantil, como Maria Nikolajeva, hablan de la «falacia de la identificación»: no siempre debe buscarse que los niños se identifiquen con el protagonista o con algún personaje del libro que leen, pues eso puede atrofiar su capacidad crítica. Mientras más lejano sea el mundo que se les presente a los niños, más fácil será para ellos imaginar y posicionarse críticamente ante eso «otro» extraño.

Justamente, los cuentos que he mencionado parecen apelar a la identificación y a una resolución positiva, como diciendo que los temas que tocan no son tan escabrosos como parecen. Por ejemplo, en «Un helado», el divorcio es abordado como un trauma pasajero: después de «uno o dos años» (Martínez Vélez, 161), todo el dolor se olvida y los padres del niño narrador vuelven a ser amigos después de la separación. Pero, ¿no valdría la pena escribir desde el dolor provocado por un evento así? Creo que es importante decir, por ejemplo, que uno no siempre quiere «dos casas, dos recámaras, dos fiestas de cumpleaños…» (Martínez Vélez, 161), sino una sola versión de todo. También debe de ser difícil ya no tener los días felices en los que mamá y papá se querían, al igual que verlos con una nueva pareja. Y más importante sería decir que el trauma puede no superarse en «uno o dos años», sino en mucho más tiempo, o, incluso, puede no ser superado. Max, protagonista de Where The Wild Things Are estaba consciente de todo eso y no ocultaba su rabia. En cambio, el narrador de «Un helado» silencia e incluso olvida sus propios sentimientos. Sólo al principio menciona que «estaba harto» (Martínez Vélez, 161).

Considero que hablar de temas «difíciles» de manera sincera pero, sobre todo, sensible, puede contribuir a estimular el espíritu crítico de un niño. Abordar esos temas de esa forma es aceptar que hay cosas oscuras, difíciles y, hasta cierto punto, incomprensibles, y que hay que hablar de ellas.

Me parece que un cuento que no niega lo oscuro del tema y que, además, lo trata de una forma adecuada (la autora echa mano de un bellísimo lenguaje poético) es «Niña cuerpo de cometa», de Martha Riva Palacio, minificción sobre el maltrato infantil; específicamente, el abuso sexual. Es fácil ver que Riva Palacio acepta el carácter de tabú que tiene el abuso sexual infantil (quizá por eso opta por la prosa poética). Reconoce, también, la magnitud del trauma: la protagonista, Elisa, es incapaz de nombrar al abusador. Por eso, recurre al apodo «el hombre de la coladera» (Riva Palacio, 169). Asimismo, a partir del abuso, la relación con su cuerpo cambia: «A los nueve años, Elisa tenía dos cuerpos: uno de imán, que no le gustaba porque el hombre de la coladera siempre lo dejaba con motas tornasoladas en una esquina, y otro de papel de china e hilo, que sacaba por la ventana en las noches de viento morado» (Riva Palacio, 169).

Todos los elementos de «Niña cuerpo de cometa» apuntan a la misma dirección: la de hablar francamente del abuso sexual infantil y la de reconocer su dificultad en toda su magnitud. En mi opinión, un cuento como el de Riva Palacio podría resultarle mucho más estimulante a los (niños) lectores que «Un helado», de Óscar Martínez Vélez.

A reserva de que los lectores de esta reseña tomen la decisión de leer o no Arañas, pesadillas y lagañas… yo recomiendo el libro. A pesar del decaimiento que mencioné y de otras cosas que pudieran leerse como críticas negativas, creo que el público no puede perderse la experiencia de leer minificciones y poemas deliciosos, datos curiosos sorprendentes, ilustraciones muy bellas y, también, de escuchar las cápsulas radiofónicas incluidas en el CD. En ese sentido, Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas abre un camino, una nueva forma de escribir, hacer y leer libros infantiles.

Kirén Miret (coord.)

Arañas, pesadillas y lagañas… y otras misiones para niñonautas

Editorial SM, 2013

179 pp.

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